sobre los premios MEC 2018
No
parece ahora desatinado (ni parecía entonces) pensar que el 2016 fue un año de
maravillas para la narrativa uruguaya. Entonces, el consenso crítico se
centraba en manifestar la calidad ante todo de dos libros, El hermano mayor, de Daniel Mella, y Todo termina aquí, de Gustavo Espinosa, con un lugar secundario reservado
para Pichis, de Martin Lasalt; a la
vez, fue el año en que se publicó Los
ojos de una ciudad china, de Gabriel Peveroni, una obra única en la
narrativa uruguaya reciente y, por lejos, mi favorita de las recién mencionadas
(si tuviera que rankear: Peveroni, Lasalt, un espacio vacío, Espinosa y Mella,
en este orden). Entonces, a la hora de pensar en el concurso anual del
Ministerio de Educación y Cultura (digámoslo claro desde el comienzo: el premio
no será una millonada pero ay cómo ayuda), que corre con un delay de 2 años, las perspectivas de mi
novela Verde, que había salido en
2016 y por lo tanto podía participar del concurso en 2018, parecían bastante
reducidas.
Uno
podía pensar que los jurados designados (Andrés Echeverría por la academia de
letras, Georgina Torello por la UDELAR, Manuel Soriano por el MEC) parecían,
intuitivamente hablando, quizá ajenos a la esfera de influencia de esa crítica
que había entronizado a Mella y Espinosa en 2016, pero la cosa no pasaba de
eso, de una posibilidad. Había que esperar.
Hoy al
mediodía sonó el teléfono. Eran del MEC, para avisarme que Verde había ganado una mención en el concurso. La primera reacción
ante la palabra “mención” (equivocada, cabe pensar más fríamente) es, por
supuesto, pensar en términos de “premio consuelo” al menos porque, por cierto,
no se paga sino a los tres primeros premios, pero en estas circunstancias
(recuerden lo que pensaba sobre las posibles favoritas: tenía que estar
Peveroni, pero a la vez era más que probable que el primero y el segundo lugar
correspondieran, en cualquier orden, a Mella y Espinosa) sentí que había tenido
suerte y que el premio cargaba con un significado extra (el de haber al menos obtenido una mención en un año
tan rico literariamente hablando), así que se me dibujó una sonrisa que todavía
persiste (aunque, como se verá, se expandió gratamente). Mandé un par de audios
de whatsapp a los amigos más queridos (entre ellos Estefanía Canalda, editora de
Verde), pensé en quienes estaban
seguramente trabajando y por tanto sería mejor contarles más tarde, y me alegré
junto a Poppy de haber ganado esta mención.
Un par
de horas más tarde recibí un SMS. Era de Pablo Dobrinin (uno de esos
deliberadamente no-avisados al mediodía) y me avisaba que ¡había ganado el
primer premio con su compilado de cuentos El
mar aéreo! Después, o mejor dicho casi de inmediato, apareció otro mensaje
en mi celular, en este caso por WhatsApp: era Estefania Canalda para 1)
felicitarme por la mención, 2) contarme que Pablo había ganado el primer
premio, 3) contarme que Martín Lasalt se había hecho con otra de las menciones.
Total, tres escritores de su casa editorial, tres libros editados y gestionados
por ella. Antes de decir nada más, que quede claro: Estefanía es una de las grandes
ganadoras de los premios del MEC de este año: su trabajo en el ala narrativa de
Fin de Siglo queda así legitimizado por completo, y sólo nos queda esperar que
siga adelante.
Seguimos
charlando un rato comentando lo que había pasado. Había sido una sorpresa para
ambos: en mi caso, no porque desconfiara de la calidad de El mar aéreo (más bien todo lo contrario, y si hablé más arriba de
mi entusiasmo por la novela de Peveroni esto no implica que piense menos de los
cuentos de Pablo: sólo que mi sensibilidad lectora y mi capacidad de
fascinación tienden últimamente más a las obras de largo aliento y no tanto a
la ficción breve) sino porque, en la línea digamos “histórica” de los premios
del MEC y en general la consagración crítica (o incluso lectora) en Uruguay, la
ciencia ficción, la fantasía y el slipstream
nunca o casi nunca pasan a esos
lugares de visibilidad, y en ese sentido Pablo, ninguneado por la crítica
durante años, era cualquier cosa menos la excepción.
Y si
horas atrás me había alegrado de la mención obtenida, ahora la alegría se
multiplicaba: había ganado Pablo, había ganado la ciencia ficción (contra el
realismo, contra la novela sentimental, contra el minimalismo, contra la artesanía
literaria como un valor en sí mismo), había ganado mi editora en Fin de Siglo.
Si
alguien se merecía, quiero decir, ese espacio de visibilidad que dan los
premios (y se sabe que nuestro medio es extremadamente premiocéntrico), ese era
Pablo. Una carrera de más de veinte años publicando cuentos de técnica
perfecta, imágenes e ideas deslumbrantes y la más inquietante y hermosa ciencia
ficción, fantasía o slipstream, reconocida
en todas partes del mundo hispano en los canales del género (claro que eso
parece no tener mucho que ver con los grandes canales de la narrativa, pero eso
es un problema que jamás se solucionará, lamentablemente): ya era hora, es
decir, que se lo reconociera en su país, que alguien dijera que uno de sus
libros se destacaba entre sus contemporáneos.
Hasta
el momento ignoro quién obtuvo el segundo premio (el tercero correspondió a
Roberto Appratto, con una novela que no he leído: pero Appratto, a quien acaso
se lo piensa primero como un poeta o un scholar
antes que como un novelista, pese a la buena cantidad de novelas que ha
publicado, es un escritor riguroso, consistente y de talento, y sin duda
merecedor de esta y otras distinciones). En mi opinión (podría elegir publicar
esto más tarde, con ese conocimiento, pero es más divertido así) lo merece
Gabriel Peveroni. En cualquier caso, la lista de ganadores parece no tener
lugar para Mella y Espinosa (al menos para los dos: quizá sí para uno de ellos),
lo cual es como invertir cierto proverbio y decir que en tal y cual pelea de
box había que apostar por el blanco (no descarto la posibilidad de que no se
hayan presentado al premio, por supuesto, pero sería llamativo que ambos
hubiesen decidido hacerlo o que su editor no hubiese presentado las obras él
mismo).
¿Cómo
fue que pasó? El consenso crítico de 2016 y el del jurado del premio MEC en
2018 parece por completo contrapuesto; en su momento, de hecho, poca gente le
prestó atención a Dobrinin, y si bien Pichis
gozó de prestigio, ni Apratto ni yo mismo, pese a no haber cosechado
reseñas negativas, estábamos entre los “favoritos”.
Es
fácil ensayar hipótesis y, por tanto, no lo voy a hacer acá. Pero hay algo
significativo en todo esto; hay algo que debe alegrarnos a todos quienes
apreciamos la ficción imaginativa. Ganó El
mar aéreo, y se piense lo que se piense de los premios y su peso “real”, el
mero enunciado “el premio a las letras 2018 de narrativa édita le correspondió
a Pablo Dobrinin”, vale por sí mismo, y mucho.
Stay
tuned for more rock’n’roll.
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