7 notas sobre David Lynch

 


[1.0]

Últimamente se ha escuchado demasiadas veces la pretendida oposición entre el «horror que viene de adentro» y el que viene «de afuera».

Más allá de la imprecisión de la dicotomía así formulada, lo que cabe entender es que a cierto horror dedicado a monstruos de los pantanos o momias de las pirámides –por dar dos ejemplos cualquiera–, que amenazan o vulneran a los protagonistas de los relatos, cabe oponer otro tipo de horror, en los que esas amenazas o vulneraciones en lugar de depender de monstruos definidos en tanto ajenos a lo humano (o al menos a la subjetividad de los protagonistas, con la que se asume resuena la del lector o espectador) lo hacen de ciertas pautas de lo humano mismo: lo «psicológico», digamos.

Quizá el principal problema de esta oposición binaria es que se parece demasiado a una opción de lectura, a un automatismo lector o a un tara: dado un monstruo cualquiera es fácil leerlo –si se quiere o si no se lo puede evitar– como un trasunto o alegoría de «algo» que damos por sentado como parte de lo humano o de la psiquis humana, y por tanto todo horror es de alguna manera «interior» o al menos capaz de resonar con lo interior o tender a lo interior. Además, de esta opción de lectura se alimentan procesos narrativo-conceptuales como el de la «humanización del monstruo», por ejemplo en «La casa de Asterión», de Borges, o la versión de Francis Ford Coppola de Dracula, donde el monstruo, en lugar de aparecérsenos como una alteridad radical a lo humano, queda presentado en términos afines a lo humano; su agencia es representada antropomórficamente y esto nos permite resonar, empatizar, comprender por qué el monstruo es un monstruo o, lo que es quizá lo mismo, por qué hace cosas propias de monstruos: por miedo, por soledad, incluso por amor.

La tendencia contraria, radicalizar la exterioridad, es la inaugurada por H. P. Lovecraft. Podemos, por ejemplo, pensar más allá de la oposición entre «uno» y el «muchos» –como en los enjambres, las hordas y (e)l(os) demonio(s) que se hace(n) llamar «legión»–, anular toda agencia antropomórfica –por ejemplo con la horda de zombis, con su pauta autotélica– o llevar el horror a la abstracción del lugar o la Zona, como en Annihilation o, incluso, en ciertas ficciones de casas encantadas. Que esta opción des-humanizadora quede reducida a un horror «que viene de afuera», mientras que la humanizante equivalga a exponer un horror proveniente «de adentro», queda por cuenta y riesgo de quien sea que enuncie la distinción; como tal –como tendencia, como vector, como movimiento, como punto de partida para la escritura– es válida y potencialmente interesante, por lo que no se trata aquí de discutirla. Mejor, más productivo, es dar con ficciones que incomodan o irritan esa distinción y se le resisten: ficciones que, en última instancia, apuntan a disolver la distinción primaria entre afuera y adentro.

Así, la literatura especulativa del siglo XX y de lo que va del XXI, sea de ciencia ficción, horror sobrenatural, teoría marginal o teoría-ficcion, ha indagado en esta última posibilidad. El ejemplo más evidente es la lectura ballardiana del surrealismo y su llevada al extremo en libros como The Atrocity Exhibition, donde el adentro es un pliegue del afuera o viceversa y, en lugar de darse lo narrado en la representación de paisajes habitados por sujetos humanos, estos últimos son presentados como confundidos con los primeros en un juego barroco de fondo/figura.

Cierta tendencia reaccionaria, o mejor –no vayamos tan lejos– conservadora del horror contemporáneo, procura convertirlo todo en un mecanismo más para hacer más realismo (como si no otra cosa fuera válida, viable o deseable en literatura: y quizá sea cierto, porque deberíamos de una vez por todas entender a la literatura como un aparato ideológico del humanismo y resignificar las producciones textuales marginales, irreductibles a lo literario –Los cantos de Maldoror, La trilogía Nova, los mitos de Cthulhu, las novelas de Blake Butler y Gary Shipley– como eminentemente posthumanistas) y, en especial, dar cuenta de la historia reciente (al menos así sucede en buena parte del horror argentino de nuestros días, tanto en sus representantes más anodinos como en sus más fascinantes, y aquí pienso inevitablemente en Mariana Enriquez, cuyos relatos toman ese mecanismo filorrealista y lo desmontan para exhibirlo como problemático o a lo sumo parcial), en oposición a la exploración de un weird a la Mark Fisher, como viene haciendo desde 2018 cierta ciencia ficción latinoamericana.

En cualquier caso, la des-weirdización del horror , alineada con su reducción a comentario social y a realismo cifrado, produce (y es producida por) una intensificación del horror (y la ficción especulativa) abiertamente weird, que procede tantas veces a partir de esa in-distinción entre afuera y adentro. Si los horrores vienen «de adentro», es decir, el realismo está invitado a la fiesta y a agriarnos la limonada; si los horrores vienen «de afuera», por otro lado, el sistema tal y como está configurado en el presente se va con la fiesta a otra parte. Pero la problematización de la distinción es el caballo de Troya que necesitamos, porque si persistimos en la fiesta empezamos a descubrir que el DJ hizo sonar Muuntautuja, de Oranssi Pazuzu, y que algunos invitados reclaman música para mover el culo mientras otros se acercan a la barra metamorfoseados en fans del black metal psicodélico, aunque pronto empezamos a confundir a los primeros con los últimos y todos los presentes empiezan a fundirse entrópicamente en una horda de clones pop. De esa fiesta, huelga decirlo, saldremos distintos, cambiados como changelings, y allí está el punto del weird: si lo tomamos en su variante fisheriana (al menos como punto de partida), esa cosa-que-no-debe-estar-allí y que no puede existir –porque no hay lugar para ella en nuestro orden del mundo– nos contagia y altera y muta de tal manera que empezamos a comprender que otro orden del mundo es más verdadero y más urgente: empezamos a comprender lo anómalo como de pronto comprensible, pero ya no somos los mismos. Allí está la diferencia entre el weird y lo fantástico: donde el segundo baja la cortina ante lo inexplicable, el weird apela a nuestra propia mutación: la thing that should not be nos convierte en sujetos nuevos, capaces de entenderla como algo que en efecto puede ser, es, está, y se ha vuelto objeto de conocimiento, un noumeno que nos ha clavado sus colmillos para inocularnos el veneno alucinógeno que nos permite descartar las viejas categorías dadas por eternas y trascendentalmente esenciales pero que, en el fondo, estaban tan dibujadas en la arena como la figura del «hombre» en el célebre pasaje de Foucault. 

El Necronomicon, después de todo, es un libro que produce locura, que muta al lector, que lo infecta y lo contagia: quien lo lee enloquece, abandona las pautas cognitivo-afectivas de lo humano y deviene otra cosa, capaz de «entender» lo escrito en el libro y las entidades que describe, representa y convoca. De hecho, buena parte del horror lovecraftiano consiste en narrar la resistencia (y toda resistencia es banal: no solo por imposible sino además por inevitable) del sujeto al influjo weirdificador; en algunos casos las circunstancias externas evitan el contagio completo, en otras lo atenúan, y, finalmente, en algunas –las menos– llevan al sujeto a la aceptación y goce del cambio (el final de «La sombra sobre Innsmouth» es, evidentemente, el caso más notorio dentro del corpus lovecraftiano), pero no sin antes sufrir la angustia de dejar de ser eso que colectivamente deseamos ser, es decir «humanos», aunque pasada la tormenta entendamos que esa condición es tan frágil  y débil como las defensas de un organismo ante un virus nuevo o como la psiquis de una preadolescente ante la invasión de la siguiente entidad en el Pandemonium (y eso pasa invariablemente cuando los preadolescentes, en vez de jugar a la copa o la ouija, aprenden el juego de nueve cartas conocido en las datacumbas cibergóticas como decadence).

Voy a decir ahora –y no hay «originalidad» alguna en esta idea– que la obra de David Lynch es lo más cercano que el cine del último medio siglo ha estado de producir esos vectores de contagios.



[2.0]

Tras su reciente y dolorosa muerte han proliferado, como era inevitable, las listas de favoritos o de recomendados, y me ha resultado sorprendente una y otra vez constatar la pobrísima posición a la que terminó relegada Inland Empire (2006), que podría cómodamente ser considerada su máxima incursión en el horror y el weird. Como en el caso de la tercera temporada de Twin Peaks, las interpretaciones emergen por su cuenta –se nos presentan necesarias– de la presión negativa de su complejo de agujeros y plotholes: sabemos, es decir, que nunca sabremos nada certero sobre la(s) trama(s), pero también que no podemos dejar de hacernos preguntas y de interpretar. La película, como también (aunque un poco en menor medida o, mejor dicho, con menor intensidad) sus predecesoras Mulholland Drive y Lost Highway, más la ya mencionada tercera temporada o fase o iteración de Twin Peaks, produce un tropismo hacia la producción de hipótesis y lecturas: ninguna de ellas jamás podrá establecerse como algo más que un poco convincente para algunos (y lo contrario para otros), pero, como en el vértigo de Philip Dick y su Exégesis, no podemos dejar de pensar y teorizar, y hallamos un goce en esto. En tanto weird, estamos siempre al borde de su asimilación: jamás sentimos que comprendemos, pero se nos impone el intento, como si el virus y nuestro sistema inmunológico no quisieran resignarse a firmar el armisticio pero el último estuviera a la vez demasiado agotado (sin recursos, sin nada que gastar) para seguir batallando. Quizá, a fuerza de seguir viéndola, nos weirdifiquemos; mientras tanto, parte de su enigma está en plantarse en un lugar donde esa distinción primaria entre afuera y adentro no funciona: no hay nada que podamos encerrar en la interioridad de los personajes, ni tampoco una certeza de que todo (¿qué sería esa totalidad, por otra parte? ¿cómo listarla efectivamente?) lo que sucede lo haga en un concebible afuera o mundo «real».

Así como un montón de desprevenidos creyó leer en el final de Lost que «todo» transcurría en una sobrevida (algo que –y por esto digo «desprevenidos»– la propia serie niega enfáticamente), otros  espectadores creyeron suponer que «todo» Twin Peaks The Return se resuelve en un sueño del agente Cooper y que esto apela, necesariamente, a una interioridad o subjetividad, a un horror que viene de «adentro» (y por tanto, para la policía filorrealista del buen gusto, es mejor como arte que la opción contraria, sea cual/cómo sea). Lo cierto es que sí hay un soñador en Twin Peaks –y probablemente también en Inland Empire–, pero no sabemos quién es ni cuántos son, ni si es siquiera un sujeto «humano». Quizá sea el sueño de los árboles o de los búhos; quizá, en Inland Empire, sea el sueño de un relato. ¿No dice Kinglsey, el personaje interpretado por Jeremy Irons, que «algo» fue descubierto en el guión de la película On High in Blue Tomorrows? Algo que escapa del plano de la ficción –es decir de lo narrado en el guión y su subsiguiente película– para habitar el de la realidad, salvo que en lugar de recurrir al manido recurso a la The Purple Rose of Cairo, la «realidad» es tan inestable como esa ficción que jamás se nos da plenamente. Laura Dern interpreta a una actriz que representa a un personaje de On High on Blue Tomorrows, pero no solo (y de varias maneras) se pierde en ese personaje sino que también en tantos que proliferan en una trama que ya no se apoya en la dicotomía realidad/ficción, sino que se abre en un pluriverso interconectado. Eso que fue descubierto en el guión parece atraerla y pasearla por una multitud de universos ficcionales comunicados por pasajes: una gran madriguera o complejo de agujeros negarestaniano. Aquí, el plothole –esa porción de la trama que no sostiene relaciones causales/lógicas con otras o que no recibe explicación o incluso contradice lo postulado en otros segmentos del relato– deviene ya no anomalía irritante (una vez más, para el «buen gusto») sino la (des)sustancia misma de la obra ungrounded, que se vuelve porosa, tan vacía como plena, capaz de establecer relaciones múltiples en un rizoma de conexiones del cual no emerge sino un holograma inestable, que cambia según el punto de vista y jamás cederá a un colapso de función de onda que lo vuelva relato lineal. Entonces, así como en las novelas de Thomas Pynchon se anula la noción de «digresión» –porque estas últimas abundan tanto que finalmente no queda claro cuál es el relato principal del que se alejan las pretendidas digresiones y se problematiza el juicio de valor literario por el que la digresión es un defecto a evitar a toda costa–, los plotholes de Inland Empire son la película misma: en su indeterminación, la interioridad de los personajes y el afuera devienen ya no los lados que queremos buscar en la cinta de Moebius (y que terminan por resolverse en uno, único) sino que el adentro y el afuera colapsan uno sobre otro como en una botella de Klein. O, más aún, esa botella de Klein pierde sus contornos de buena factura artesanal, su figura reconocible (asi sea en cuatro dimensiones espaciales) y se vuelve espuma, micelio, laberinto inestable en permanente mutación. Después, en esa mancha de humedad, reconoceremos caras –algunas monstruosas, como la que irrumpe durante la muerte de Phantom– y las conectaremos en historias efímeras.

 

 

[2.5]

Otra cosa muy tonta que suelen decir algunos escritores a modo de motto o de mantra: «el verosímil ante todo» (variante que he escuchado por ahí: «no me toquen el verosímil; el verosímil es sagrado»).

Más allá del tráfico con términos de taller literario, de manual barato o de youtubers que desmontan los «actos» de una película o su «arco» narrativo, lo cierto es que no debería importarnos otro verosímil que el construido y después destruido por cada obra de ficción: y me refiero no al verosímil o lo verosímil o la verosimilitud en la trama sino también en el contorno conceptual de la obra, en sus procedimientos retórico-literarios, en su «forma». El Ulises es un gran ejemplo de construcción y destrucción de ese último tipo de verosímil: ¿en qué lógica de «verosimilitud» cabe que de pronto la novela devenga, como en el capítulo 16, un catálogo de parodias literarias ordenadas cronológicamente para representar la gestación del inglés de 1904 y apuntar hacia su futuro? ¿O que de pronto pasemos a una suerte de obra de teatro en la que el pretendido realismo de la novela se pierde para siempre? Solo en la de los 18 capítulos que componen la novela de Joyce.

 

 

[3.0]

Nadie como Lynch ha weirdificado mi vida, porque sus películas han sido, una tras otra, mi Necronomicon.

Y como en toda historia weird –la del Joker en The Dark Knight, por ejemplo, que es la de una no-identidad inestable que comienza con una anástrofe y termina con la captura del héroe por el no-plan del villano–, el origen persiste fuera de foco. ¿Cuál fue la primera película de Lynch que llegué a ver? Probablemente The Elephant Man, y para pensar esto me baso en recuerdos muy tenues de su emisión por algún canal de la TV uruguaya en los ochenta. A la vez creo recordar haber oído en alguna parte el título «Picos gemelos», quizá en el anuncio también televisivo de una serie que no se veía en casa (mis padres estaban demasiado ocupados con telenovelas brasileñas, después de todo).

Supe que había un director llamado «David Lynch» cuando un escritor uruguayo de ciencia ficción –de cuyo nombre no quiero acordarme– me hizo ver una copia de una (buena) copia en VHS de Dune, allá por 1994. Yo ya había leído la novela de Herbert, por lo que experimenté muy fluidamente –a diferencia, supe después, de la gran mayoría del mundo cinéfilo– la sensación de entenderlo todo; el resto fue admirar (gracias al entusiasmo del (no) mencionado escritor) los diseños de producción: toda Dune pasaba por un mural gigantesco que valía ante todo por su esplendor visual y su multiplicidad de detalles, sin que (por suerte) se le ocurriera a mi mente de 16 años fruncir el ceño y preguntarme si «eso» era «buen cine». Por cierto, he tratado de mantenerme lejos de esa pregunta toda mi vida, y quizá gracias a que Lynch weirdificó también mi sentido de lo cinematográfico, no solo con Dune sino, especialmente, cuando vi Lost Highway años más tarde, en alguna de las salas de Cinemateca Uruguaya. Tengo para mí que no hay película que represente mejor la década de los noventa, esa que ha tocado en los últimos años nuestro horizonte hauntológico: esa que encerró el último bastión de ansiedad por el futuro anterior a los años de la retromania, ahora ya felizmente terminados; o quizá, mejor dicho, de ciertos noventa: los del rock/metal industrial y la selección musical curada por Trent Reznor, los de la ansiada oscuridad, los de cierta sordidez pretendida cool o cierta coolness pretendidamente sórdida, snuff movies incluidas (y con un Marilyn Manson que aún no había grabado Antichrist Superstar), los de las aguas de un gore que no superan la altura de las rodillas, altura que, de todas formas, significaba para cierto público –la audiencia pop producida por esos propios noventa– un gesto «radical».

No pretendo decir que se trate de la mejor película de Lynch, pero es sí la que cifra más notoriamente y por primera vez el desplazamiento desde un digamos «contenido weird» a una «forma weird», por apelar a una dicotomía tan gastada como la de adentro vs afuera; empezamos, es decir, a ser incapaces de reducir «la trama» a una enumeración lineal de hechos: ¿debemos leerla como un loop retrocausal? ¿O como una espiral templeja (es decir, la de una forma del tiempo y una experiencia de temporalidad que no se deja describir ni como un proceso lineal ni como un círculo, ni necesariamente como una figura bidimensional pero si quizá como un fractal o una botella de Klein)? A la vez, ¿quién usa a quién y quién traiciona a quién? Hay un doble núcleo básico argumental: por un lado la crisis de celos de Fred Madison, que termina en una anomalía (¿es en efecto él el autor del femicidio? Pero, en cualquier caso, ¿quién envía las cintas? ¿El Hombre Misterioso, al que vemos más adelante con una cámara, o debemos tener en cuenta que la perspectiva aérea, como de drone, lo hace imposible?), y por otro la historia de Alice, que conspira para asesinar a Mr. Eddy/Dick Laurent usando a Pete Dayton, cuya peripecia en la película a su vez comienza con una anomalía –vemos que su novia y su familia le ruegan please don’t do it, y que luego corren despavoridos sin que entendamos qué sucedió–. Por supuesto, Fred deviene Pete y luego Pete deviene Fred, pero al final de la película (si seguimos la lógica retrocausal) hay dos Freds, al mismo tiempo, y uno le deja al otro el mensaje que lo comenzó todo: Dick Laurent is dead. Todo intento de alinear la película en un eje del tiempo fracasa: nunca sabremos la forma del recorrido temporal de los hechos.

Para el estreno de Mullholland Drive –que enriquece la forma templeja con más agentes misteriosos: el cowboy, el productor de cine en la silla de ruedas, la mujer de cabello azul, la bruja del callejón (tan parecida a los wodosmen de Twin Peaks): los sueños dentro de sueños y la deriva de los soñadores– ya había visto Blue Velvet, Eraserhead y Wild at Heart;  después llegó Inland Empire, que bien podría ser un found footage en el documental que el propio cine hace de su vida onírica, y ya entonces la weirdificación estaba completa, aunque no usara ese término y no trazara las conexiones con el concepto posible de weird.

Pero faltaba una pieza del rompecabezas: no había visto Twin Peaks. ¿Por qué? Más allá de que he llegado tarde a casi todo, la pregunta por momentos me resulta un poco inquietante. Es cierto que no la había visto en el momento de su transmisión original; es cierto también que en Montevideo sería después difícil o incluso prácticamente imposible conseguir en VHS los capítulos; sabía de la existencia de la película Fire Walk With Me, pero como era consciente de no haber visto la serie me abstenía de verla, asumiendo que me perdería demasiado. En cualquier caso, unos años más tarde, ya con acceso a Internet de banda ancha y con el submundo de la piratería poniéndomelo bien fácil, tampoco descargué la serie en algún Torrent en circulación. Pero si miraba Lost o Fringe o The Departed, lo hacía con ojos weirdificados, lyncheanos: en todas ellas –como en The X Files– había un weird latente, pero también eran narrativas a su manera lineales, con una lógica causal más sencilla; lo que las hacía estallar, especialmente en el caso de Lost, era el complejo de agujeros que subyacía a posteriori de sus mundos ficcionales: la necesidad –y la red de interacciones sociales, los amigos con los que debatíamos, las revisiones comentadas, la ansiedad compartida por la llegada de un nuevo episodio o temporada– de dar con explicaciones y cavar hasta encontrar el tesoro de una nueva revelación, que bien podía no llegar nunca y dejarnos a todos especulando, o bien podía volverse irrelevante, como la Iniciativa Dharma (un efecto similar al de las películas de Lynch pero notoriamente atenuado: en Lynch todo es relevante: todo lo habrá de haber sido siempre).

Así, un día de agosto de 2017 un querido amigo, el dibujante uruguayo Nicolás Peruzzo, me preguntó qué tan ansioso estaba por el estreno de los últimos episodios de la tercera temporada de Twin Peaks. Tuve que admitirle, un poco avergonzado, que no estaba siguiéndola. Eso le resultó asombroso o intrigante; me dijo –y lo recuerdo perfectamente, hasta la expresión de su rostro y su tono de voz– que «no se podía creer» que yo –«precisamente vos», dijo– no estuviera enganchado con la serie, que, después de todo, iba de «seres interdimensionales que poseen a los seres humanos». No recuerdo qué pasó a continuación, pero sí que en algún momento de los meses que siguieron otro gran amigo, Julián Ubiría, me prestó una caja de DVD con las primeras dos temporadas de la serie, que vi conectando mi vieja lectora a una aún más vieja tele CRT, la Philips de 14 pulgadas que todavía hoy conservo y funciona perfectamente. Era la última pieza en el proceso; siguió ver Fire Walk With Me y finalmente Twin Peaks The Return, y la weirdificación quedó realmente consumada: tanto que aún no he salido (no hay salida posible) del laberinto rizomático de la serie.

He visto la tercera temporada completa –mi favorita– tres veces hasta la fecha, sin contar episodios individuales que vi todavía en más ocasiones. Leí además los dos libros de Mark Frost lanzados en torno a The Return: The Secret History of Twin Peaks y The Final Dossier, y amplié mi bibliografía lyncheana con, entre otros, Room to Dream, Catching the Big Fish, David Lynch por David Lynch, The Man from Other Place y el imprescindible Universo Twin Peaks, de Javier V. Valencia. Incluso me tatué Fire Walk With Me en el brazo izquierdo, junto a la estrella negra del último álbum de David Bowie.

 

 

[3.5]

Debido al avance del cáncer que terminó matándolo, Bowie no pudo formar parte del reparto de Twin Peaks The Return. En su lugar, en el capítulo 15, vemos un artefacto similar a una caldera, que emite un soplo de vapor. Sobre este, a su vez, emerge el epifenómeno de un arcoiris o un halo irisado. ¿Qué es Philip Jeffries en esta escena? ¿Es la caldera, es el vapor, es el halo? ¿Es todo a la vez? Suena entonces su voz: la del actor Nathan Frizzell, que remeda el acento de Louisiana impostado por Bowie en Fire Walk With Me («hell god baby damn no»), y otro de los misterios de la serie empieza a desenvolverse. Pero, de haber gozado Bowie de buena salud y haber estado dispuesto a participar de la filmación, ¿habríamos visto a un Jeffries con forma humana, quizá con su icónico traje blanco y su camisa floreada, tan similar a la imagen que adoptó Bowie junto a su banda Tin Machine? ¿O la conversión de Jeffries en caldera, exhalación o epífenómeno de la luz y el vapor ya estaba prevista y Bowie hubiese simplemente aportado su voz? En un mundo paralelo esta escena sí nos ofrece un Jeffries humano, o casi humano: Bowie como button eyes, el personaje que interpretó en los videos de «Blackstar» y «Lazarus».



[4.0]

Tras la era retromaníaca, cuando el horizonte hauntológico permanecía en la década de 1980, comenzó la era weird, en la que el futuro vuelve a producir significados.

Pero fenómenos como la pandemia por COVID y el despliegue de las primeras grandes consecuencias del cambio climático por calentamiento global producen ese significado desplazando a lo humano lejos del futuro. Es curioso que los creyentes en el culto a San Mark Fisher Mártir todavía reclamen utopías y una ciencia ficción o literatura prospectiva que las trafique, cuando está claro que no hay futuro posible para lo humano y que toda resistencia –creo que ya lo dije antes– es banal: no hay persistencia de lo humano posible, salvo que entendamos que en última instancia ser humano es intentar (y fallar en el intento) que lo humano resista a los contagios e invasiones del afuera; en rigor, esto siempre fue así: no hay nada en lo humano que no haya emergido de la hiperstición de una naturaleza humana afectada por su afuera inhumano, animal, natural y tecnológico. Los humanos creamos lo artificial y también la naturaleza (ese sentido de lo natural, el que Thacker llama o llamaba la «naturaleza para nosotros») y el artificio y la naturaleza (la para-nosotros, la sin-nosotros y la anterior-a-nosotros) nos crea a nosotros, en un ouroboros cibergótico o k-punk; pero el loop se resuelve más bien como espiral, y nuevas subjetividades (nuevas humanidades) son producidas: los humanos de ayer no somos los humanos de hoy, y nada de lo humano de hoy sobrevivirá mañana. El futuro, es decir, no habrá de haber sido nunca para nosotros, del mismo modo que toda distopía nos convoca, nos replica, nos instala en el centro doliente de un mundo que –según nuestra sensibilidad, o lo que se nos convence de que termina siendo nuestra sensibilidad– ha cambiado para peor. En rigor, la distopía es un género humanista y reaccionario: salvo que se resignifique como post-catastrofismo ballardiano, donde la disolución de lo humano y la aparición de nuevas subjetividades (como en The Drowned World y en el cuento «Low-Flying Artifact») es la forma inevitable del devenir.

Así, sin utopías ni distopías, el futuro es un lugar extraño para este «nosotros» hipersticional en que hemos ansiado creer; me gusta pensar que el paso de la era retromaníaca a la plena instalación de este futuro weird comenzó a acontecer entre 2016 y 2017, con la muerte de David Bowie –mejor dicho, con la manera en que Blackstar, en particular la canción que le da título, se vuelve legible en términos de weird lovecraftiano y ocultural, y como la ausencia de Bowie en el futuro evitaría que una iteración siguiente de su proceso productor de música resignificase al que terminó por convertirse en su último álbum– y el estreno de Twin Peaks The Return. El célebre capítulo octavo, por ejemplo, retrocede hasta la incepción del llamado Antropoceno: el 16 de julio de 1945, con la detonación del primer artefacto nuclear (después veríamos el mismo momento recreado en Oppenheimer, de Christopher Nolan), que en los mitos de Twin Peaks señala la llegada a nuestro mundo de esos «seres interdimensionales» de los que me habló Nico Peruzzo: y también del comienzo del mito xenognóstico lyncheano. En alguna parte remota o en una suerte de no-lugar –una fortaleza o búnker terminal postapocalíptico sobre un océano violeta que bien puede estar al final de todas las cosas, en el límite del universo, o ser la representación de ese campo unificado de la conciencia en que Lynch dijo tantas veces creer–, una entidad trascendente que ya habíamos visto en las primeras temporadas de Twin Peaks –el Gigante, luego aludido como «???», luego como el Fireman– contempla como la primera explosión nuclear devela o convoca al mal: esa figura (¿the experiment, Judy?) que vomita burbujas con rostros demoníacos –entre ellos el de BOB– y huevos o semillas –y de uno de esos huevos emerge el sapo-polilla que contagiará a Sarah Palmer y aportará la naturaleza maligna de su hija, que descubrimos en Fire Walk With Me cuando Laura se «demoniza» ante Harold Smith–  suscita en el Fireman la necesidad de crear una contraparte, y así emite/vomita una maraña dorada de la que emerge una burbuja con el rostro de Laura Palmer –su naturaleza luminosa, digamos–, que recorre tiempo y espacio hasta llegar al noroeste de Estados Unidos.

En esta gnosis postnuclear el bien emana una protoforma (por usar términos de la gnosis dickiana) para combatir o compensar a la progenie del mal; el resultado de este combate o interacción –cuya naturaleza onírica y su confusión con la «realidad» comienza a espesarse capítulo tras capítulo, incluyendo temporalidades extrañas (la presencia espectral de la década de 1950, las tecnologías anómalas, la magia) y espirales templejas, como la de la intervención del agente Cooper en los últimos momentos de Laura Palmer y la aparición de una serie temporal alternativa a –pero inconmensurable con– la que conocemos de las primeras dos temporadas y la película. Tenemos entonces el comienzo del Antropoceno como algo tan humano (la detonación de la bomba) como radicalmente no-humano (la irrupción de Judy y sus demonios) y tenemos también la producción de un futuro incomprensible («en qué año estamos», pregunta Dale Cooper al final de la serie). Tenemos, es decir, nuestro mundo.

En definitiva, Twin Peaks The Return es la primera ficción weird producida en un mundo ya weirdificado o en vías de weirdificación, del mismo modo que Ballard escribió sus últimas novelas –Millenium People, Super Cannes– en un mundo ballardiano, o del mismo modo que Bowie asimiló a partir de fines de los años sesenta la influencia de Scott Walker para luego influir a su vez a este en 1977 –produciendor un «nuevo» Walker tal y como este había producido un «nuevo» Bowie años atrás– y después, del otro lado de los ochenta, en 1995 y el disco 1.Outside –y en «Heat», el cierre de The Next Day en 2013, y en el single Sue, y en todo Blackstar–, verse contagiado una vez más por el influjo del nuevo Walker, suscitado por él mismo (el de The Drift y Bish Bosch): un ouróboros (o par de manos escherianas) del que influye y el que es influido, una ficción weird a la potencia del weird, una ficción weird (re)iterada, un feedback loop catastrófico para lo humano.

 

 

[5.0]

Lynch murió el 15 de enero de 2025, tras los incendios que asolaron California desde el 7 del mismo mes, consecuencia del cambio climático y su disrupción/exacerbación de los ciclos de lluvia y sequía en una región que ya está experimentando aumento de temperaturas, colapso de la producción agropecuaria, inestabilidad de los ecosistemas costeros y aumento de la ocurrencia de incendios. Se ha sugerido que la evacuación forzada y el deterioro en la calidad del aire hicieron que la salud de Lynch, ya muy afectada por su enfisema pulmonar, entrara en una crisis que terminó con la muerte.

A David Lynch lo mató el cambio climático.

A David Lynch lo mató el futuro.

 

 

[6.0]

Todavía nos debemos el intento serio de abarcar con la mirada el paisaje de estos años de 2023, 2024 y lo que va del 25 (con sus atavismos terribles: la asunción de Milei en Buenos Aires, la de Trump en Washington, y las ondas gravitatorias que estos horrores agitan en el inconsciente colectivo -si queremos ser jungianos- o en la mente colmena de la humanidad -si preferimos una fórmula más hipersticional). Probablemente el tiempo que nos lleve pensarlo hará la tarea inútil, porque una vez arribemos a algún tipo de hipótesis o conclusión todo habrá cambiado, como en el viejo chiste aceleracionista. Sabemos, en todo caso, que ya no estamos solos y que inteligencias no-humanas conviven con nosotros: algunas, como la red fundada por/sobre los micelios, nos preceden por millones de años; otras se nos aparecen como creadas «por nosotros» (cuando en realidad también ellas nos crean, cuando en realidad nuestra agencia creadora no es trascendente sino un agenciamiento inmanente al sistema) pero, ahora, al borde de distanciarse de toda pauta antropomórfica, como la llamada «inteligencia artificial» (es decir, el devenir de la tecnología), que ha venido haciéndonos quienes somos –con todas las iteraciones de lo humano, todas sus subjetividades históricas– desde la producción de herramientas para facilitar la producción de herramientas, la revolución agrícola y la división del trabajo (y por tanto el capitalismo en sentido amplio)–, que ahora es la sustancia de la que están hechos nuestros sueños y nuestras pesadillas. El mundo se ha llenado de rarezas, de arte weird, de sonidos weird, de subjetividades weird: sueños que ya no soñamos nosotros sino sueños en los que se nos sueña, del mismo modo que lo humano es agenciado por el feedback loop de la tecnología y la subjetividad humana consensuada/hipersticional. La forma del futuro es templeja, el futuro es weird.

Si los noventa fueron la última década –hasta la presente– en que el futuro acechaba en el umbral, su punto más alto –lo más noventas de los noventa durante los noventa, no en los parques temáticos noventeros que se extienden ahora por la cultura pop y su re-territorialización capitalista– fue Lost Highway, con su retrocausalidad templeja y su weird desencadenado.

A partir de ahí operó el contagio.

A partir de ahí la weirdificación.

 

 

[7.0]

Una teoría-ficción para el futuro, una hiperstición del relato de nuestros tiempos: David Lynch creó el mundo en que habitamos hoy y murió al atisbar sus primeras catástrofes, como Moisés ante la Tierra Prometida o la Tierra de Pesadilla, su California, su Hollywood de los sueños, consumida por el fuego. Fire, walk with me.

Nos lo había empezado a sugerir años atrás, en Blue Velvet Eraserhead: toda su carrera nos enseñó, en definitiva, que la única manera de salir de la pesadilla es atravesando su núcleo terrible. «La historia», dijo Stephen Dedalus, «es una pesadilla de la que me quiero despertar» (y luego Joyce, el creador de Stephen, llevaría la idea a su extremo en Finnegans Wake, donde la que sueña es la historia y nosotros, más que escapar de la pesadilla, nos fundimos en la aliteración epitelial del sueño); «somos como el soñador que sueña y vive dentro de su sueño», se lee en los Upanishads y repitió David Lynch. No hay escape de la pesadilla, entonces, porque es la sustancia que nos conforma. Solo podemos, como el protagonista de The Drowned World, avanzar hacia su corazón en llamas.

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